miércoles, 25 de noviembre de 2015

La pesadilla del laberinto

Una vez más despertó de aquella pesadilla.

¿Despertaría alguna vez del laberinto?

Le dolían las piernas, pero más le dolía el corazón. Decidió levantarse y seguir intentando, tal vez existía la tan esperada salida. Siguió corriendo, buscando.

¿Encontraría alguna vez su sonrisa?

Mil noches podrían haber pasado,o acaso solo una. El tiempo en los sueños es engañoso,no tenía idea de cuánto llevaba ahí, pero casi no le importaba.

Casi.

Acalorado, frenó a recuperar el aire. Se sentía Teseo sin Ariadna, él no tenía quien lo salve. Sus emociones lo invadieron y la tristeza no tardó en aparecer, pero por sus ojos no corrió ninguna lágrima. Esperar era inútil, debía aprovechar las últimas horas de sol antes del anochecer. Solo el anhelo de poder volver a sentirse libre lo animaba a continuar.

Cayó la noche, y la única luz que lo alentaba era la de la luna, pero no era su sonrisa la que buscaba. Tenía miedo de sus propios sueños, pero no pudo evitar dormirse. Se sumergió en aquel mundo de  fantasías, tal vez allí podría encontrarla, podría ser feliz. No hay manera de controlar los sueños, no podía evitar verla.

Condenado a seguir buscando su sonrisa, despertó una vez más en el laberinto. Su rostro palideció.


No sabía si el miedo que sentía era a despertar y no encontrar la salida, o a no querer despertar.

domingo, 8 de febrero de 2015

In Honorem Rene Lavand

"Hay gente que es así, como Li Po, tan necesaria.
Hay gente que con solo decir una palabra,
llega a todos los límites del alma,
alimenta una flor, arranca sueños y
hace brincar el vino en las tinajas
y luego se queda así, como si nada,
hay gente que es así, como Li Po...
¡Tan necesaria!"



Hoy, mas tranquilo, puedo sentarme a escribir sobre mi mas grande héroe, sobre el más grande artista que dio el ilusionismo.

Ayer el mundo se hizo un poco menos mágico. 
Ayer Rene Lavand dejó el mundo físico para convertirse en leyenda.
La inmortalidad, lamentablemente, comienza con la muerte.

Jamas olvidaré el día en que, con mi buen amigo Tomas Giammarco, pudimos conocer a René.

Mas allá de la entrevista que dió, y la curiosa anécdota que, por medio de Nora (su encantadora esposa) nos contó, ese día entendí porque era el Maestro más grande que tuvo y tendrá por mucho tiempo nuestro país.
Él rompió el molde, encontró la manera de superar sus miedos y fantasmas para convertirse en único. Único. Irrepetible.

El mejor músico de la historia era sordo, el mejor escritor de todos los tiempos era ciego, el mejor ilusionista del mundo, era manco.

La única razón por la que yo este hoy aquí escribiendo, de que haya encontrado mi pasión en las historias y en la magia, es el asombro y la inspiración que llenó mi alma la primera vez que ví alguna de sus composiciones.
Ese día, perdido en los registros de la historia, René Lavand no solo me enseñó el camino, me enseñó a soñar. A luchar por ser uno mismo.
Lo consideré siempre un mentor, y el mundo lo consideró,reitero, un maestro.

Ah, y ademas tenía una habilidad extraordinaria para manipular una baraja de cartas. Pero eso nunca fue lo importante. Lo esencial es invisible a los ojos.

Para despedirlo, quiero secar mis lagrimas como a él le hubiera gustado, con una bella y breve historia.

La muerte le pregunta a la vida: ¿Por qué a mí todos me odian y a ti todos te aman?

La vida responde: Porque yo soy una bella mentira y tú, una triste verdad.

Hasta siempre René.




miércoles, 29 de octubre de 2014

Noche de Mil Estrellas

"Hay que seguir soñando hasta abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible, hasta realizarnos y descubrirnos."



El cielo despejado anunciaba una noche clara para la que se convertiría en la última del año.

El joven llegó a su departamento y disfrutó de la comodidad que le brindaba su hogar.

El ocaso estaba próximo y las páginas que pretendía llenar con su poesía estaban vacías. Vacío. Esa era la sensación que lo atormentaba. Desilusionado, dejo su escritorio y se refugió en su biblioteca.

Estantes y estantes llenos de libros viejos,  de portadas gastadas y hojas amarillentas, cicatrices incurables que evidenciaban el paso del tiempo. Una silla baja de madera, un atril, un escritorio.

Sentado en el trono del único lugar en el que se sentía rey dio la vuelta al mundo en 80 días, jugó a la Rayuela, enfrentó a los molinos de viento, luchó contra los Ellos junto a Juan Salvo, retrató a Dorian Grey, fue y no fue.
Allí atravesó 100 años de soledad, encontró la isla del Capitan Flint, navegó con el capitán Nemo en el Nautilus,  atravesó el espejo persiguiendo al conejo blanco. Viajó por el castillo del conde en Transilvania, investigó con el detective de la calle Baker, visitó a Robinson en su isla, presenció la rebelión en la granja, conoció el nombre de la rosa, escapó del señor de las moscas, vio resurgir la Rosa de Paracelso, estuvo a la deriva.

Paso las mil y una noches recostado en su asiento.

Allí entendió que lo esencial es invisible a los ojos.

El fragor de la pirotecnia lo sacó de su encierro.
Se asomó al balcón y fijó su mirada en el cielo.
Sueños fugaces revoloteaban en la oscuridad de la noche. Pero atrás de esos sueños estruendosos y efímeros, reconoció el cielo estrellado y divisó la luna. Una vez más, dejó escapar una sonrisa ante ella.
Consolado, miró su cuaderno aun abierto sobre la mesa y tomó su pluma.

Aun quedaban soles por brillar, paginas por escribir, estrellas por soñar.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Amor subterráneo

“Sin buscarte, te ando encontrando en todos lados,
especialmente, cuando cierro los ojos”


Los primeros albores de la mañana teñían de naranja el despejado firmamento.
Salió como todos los días, indiferente, con cierto dejo de cansancio.
Recorrió apurado las dos cuadras que lo separaban de aquella escalera vieja, aún con restos de la suciedad traída de lluvias anteriores.
Esperó los tres o cuatro minutos habituales que tardaban en asomarse esos dos faroles, como pequeños ojos navegando por aquel túnel oscuro, de una negrura tan bella como la noche, conduciendo la formación hasta la correspondiente estación.
El tren se detuvo. Las dos puertas corredizas se separaron dejando paso a los transeúntes, cabizbajos, apurados por llegar a sus respectivos trabajos.
Entró al vagón.
Fue allí donde la vio.
De pie, a dos o tres metros, una joven preciosa, con su pelo lacio suelto, recorriéndole la espalda hasta llegar a la cintura.
Ella se dio vuelta y le dedicó una mirada tan tierna, tan llena de dulzura que no logró frenar el impulso de mostrarle una sonrisa, espontánea, inocente.
Él, maravillado.  Ella, sonrojada.
No pudo evitar enamorarse.
Se sentía grande, poderoso, ya nada tenía importancia.
Disfrutó todos y cada uno de los ocho minutos transcurridos hasta bajarse.
Se bajó del subte, pero sus ojos no resistieron la tentación de volverse.
No se olvidaría jamás de lo que sintió en esa conexión visual que trascendía lo físico, que podía transportarlo a un utópico mundo de fantasías.
Las puertas se cerraron.
El tren arrancó.
Salió a la calle.
Estaba lloviendo.
Jamás volvería a verla.
Su amor quedó enterrado tres metros bajo tierra.


Alan Muicey, Septiembre 2012

lunes, 16 de septiembre de 2013

Septiembre Gris

Se abrió su celda. No tenía idea de cuánto tiempo había estado ahí.

El uniformado lo llevó por los pasillos de aquel lugar.
Veía cientos de celdas, todas ocupadas por gente tan joven como él.
Por un momento se olvidó de los moretones, las quemaduras, las torturas.
Dejó de sentir dolor.
Empezó a recordar.
Se acordó de su viejo, aquel hombre que había trabajado toda la vida como profesor en la universidad. Recordó a su vieja, maestra, la mujer con la que había crecido, que lo había educado. Le habían enseñado a pensar.
Se acordó de las vacaciones del 69, de ese hermoso campo, lejos de la ciudad, el ruido, y la violencia.
Se acordó de de su tigre de peluche, de la primera vez que anduvo en su bicicleta azul sin las rueditas de apoyo. La primera vez que jugó a la pelota con su papá.
Se acordó de sus amigos de la primaria. De los recreos, de las escondidas, de los partidos de fútbol en el patio. De la vez en la que hizo cuatro goles en un mismo día.
Recordó su primer día en la secundaria, parecía que había pasado una eternidad desde aquel momento. Se acordó de lo aburridas que eran las clases de matemática.
Recordó a sus compañeros de partido, con la esperanza de que se hubieran salvado, de que estuvieran disfrutando en algún lugar lejos de ese infierno.
Se acordó de ella, la única joven de la que se había enamorado. Las cinco letras de su nombre retumbaban en su cabeza.


Tenía 17 años.
Lo obligaron a pararse mirando a una pared.
Cerró los ojos.
Cinco letras, que volvían una y otra vez a su mente.
Su corazón latía con fuerzas.
Una lágrima corrió por su mejilla.
Su único crimen había sido pensar diferente.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos.
Lo último que pasó por su cabeza, fue la bala que selló su destino.

martes, 26 de febrero de 2013

Miedo


Caminaba, corría, trataba de escapar. Casi lo alcanzaba.  Corrió tanto como sus piernas le permitían. Intentó mil y una maneras de esquivarlo.
 Lo perseguía un monstruo. Grande, muy grande, más que muy grande todavía.  Trataba de ocultarse. Creyó ver chispas que brotaban de sus ojos. No encontraba ningún escondite.
Siguió corriendo. El pavor lo carcomía por dentro. La adrenalina corría por sus venas. Estaba asustado. Miró hacia atrás. Sus ojos se abrieron de par en par. El monstruo se agrandaba mostrando sus garras; no tenía forma. Se paralizó del terror.
La oscuridad que emanaba lo rodeaba, se acercaba por todos lados. Sus rugidos iluminaban la noche. No había salida.
De repente, lo entendió.  No comprendía cómo ni porqué, pero súbitamente su corazón se inundó de coraje.
Se paró frente a la negrura, la miró a los ojos.
Ésta, asustada, se disipó. Una sonrisa se le dibujó en el rostro y se sintió libre.
Salió el sol. Sus rayos le daban calor, seguridad, confianza.
El monstruo se había ido, pero él sabía que volvería. Ciertamente, no se había ido del todo. El monstruo vivía dentro de él. Había ganado.
Y se acostó, feliz.
Y cerró los ojos, y soñó.