martes, 26 de febrero de 2013

Miedo


Caminaba, corría, trataba de escapar. Casi lo alcanzaba.  Corrió tanto como sus piernas le permitían. Intentó mil y una maneras de esquivarlo.
 Lo perseguía un monstruo. Grande, muy grande, más que muy grande todavía.  Trataba de ocultarse. Creyó ver chispas que brotaban de sus ojos. No encontraba ningún escondite.
Siguió corriendo. El pavor lo carcomía por dentro. La adrenalina corría por sus venas. Estaba asustado. Miró hacia atrás. Sus ojos se abrieron de par en par. El monstruo se agrandaba mostrando sus garras; no tenía forma. Se paralizó del terror.
La oscuridad que emanaba lo rodeaba, se acercaba por todos lados. Sus rugidos iluminaban la noche. No había salida.
De repente, lo entendió.  No comprendía cómo ni porqué, pero súbitamente su corazón se inundó de coraje.
Se paró frente a la negrura, la miró a los ojos.
Ésta, asustada, se disipó. Una sonrisa se le dibujó en el rostro y se sintió libre.
Salió el sol. Sus rayos le daban calor, seguridad, confianza.
El monstruo se había ido, pero él sabía que volvería. Ciertamente, no se había ido del todo. El monstruo vivía dentro de él. Había ganado.
Y se acostó, feliz.
Y cerró los ojos, y soñó.

viernes, 8 de febrero de 2013

La sonrisa de la luna


El cielo estaba despejado.
Escuchaba a su espalda el ladrido de los perros.
Corría, escapaba, prefería morir que volver a ese lugar. Un lugar del que muchos hablaban, pero pocos conocían. Ese infierno era el hueco donde mandaban a los asesinos, los dementes, los incorregibles. La peor colección de criminales desfilaba por esos pasillos. Durante diecisiete años sobrevivió en el agujero. Durante todo ese tiempo su mundo se vio reducido a tres metros cuadrados. Pero nunca estuvo solo. Siempre estuvo ella ahí, sonriéndole desde afuera de su ventana, dándole fuerzas, animándolo, esperándolo del otro lado de los barrotes. 
Los guardias se acercaban. Como ratón huyendo del gato, el sería perseguido, pero no podría ser alcanzado. Porque ellos corrían por un fugitivo, él corría por su vida. El sol se ocultaba, como negándose a presenciar la escena.
La noche inundo el camino, pero él nunca frenó. Conocía la oscuridad. Había aprendido a quererla.
Ya no escuchaba ruido alguno, una paz absoluta lo invadió.
Por primera vez en su vida, se sintió libre. Experimentó la libertad como solo la experimentan los que fueron privados de ella.
Miro al cielo, y se regocijo. No había nubes, sólo estaba ella. Allí estaba una vez más su amiga, la luna, sonriéndole. Las lágrimas recorrían sus mejillas.
Y como si el mismísimo cielo llorara con él, alegre, arrepentido del destino de aquel hombre libre, empezó a llover.

Alan M.
Enero 2013