El cielo estaba despejado.
Escuchaba a su espalda el ladrido de los
perros.
Corría, escapaba, prefería morir que volver a
ese lugar. Un lugar del que muchos hablaban, pero pocos conocían. Ese infierno
era el hueco donde mandaban a los asesinos, los dementes, los incorregibles. La
peor colección de criminales desfilaba por esos pasillos. Durante diecisiete
años sobrevivió en el agujero. Durante todo ese tiempo su mundo se vio reducido
a tres metros cuadrados. Pero nunca estuvo solo. Siempre estuvo ella ahí,
sonriéndole desde afuera de su ventana, dándole fuerzas, animándolo,
esperándolo del otro lado de los barrotes.
Los guardias se acercaban. Como
ratón huyendo del gato, el sería perseguido, pero no podría ser alcanzado.
Porque ellos corrían por un fugitivo, él corría por su vida. El sol se
ocultaba, como negándose a presenciar la escena.
La noche inundo el camino, pero él nunca
frenó. Conocía la oscuridad. Había aprendido a quererla.
Ya no escuchaba ruido alguno, una paz
absoluta lo invadió.
Por primera vez en su vida, se sintió
libre. Experimentó la libertad como solo la experimentan los que fueron
privados de ella.
Miro al cielo, y se regocijo. No había
nubes, sólo estaba ella. Allí estaba una vez más su amiga, la luna,
sonriéndole. Las lágrimas recorrían sus mejillas.
Y como si el mismísimo cielo llorara con
él, alegre, arrepentido del destino de aquel hombre libre, empezó a llover.
Alan M.
Enero 2013
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